Teatro Real de Madrid – Temporada 2014/2015
“EL PÚBLICO”
Ópera bajo la arena, en cinco cuadros y un prólogo. Libreto de Andrés Ibáñez sobre la obra de Federico García Lorca.
Música de Mauricio Sotelo
Estreno mundial en el Teatro Real
Director (Enrique) JOSÉ ANTONIO LÓPEZ
Figura de pámpanos/Hombre Primero (Gonzalo) THOMAS TATZL,
Figura de Cascabeles/Desnudo Rojo / Caballo Primero ARCÁNGEL
Caballo Segundo JESÚS MÉNDEZ
Caballo Tercero REBÉN OLMO
Hombre Segundo/ Caballo Blanco Primero/ Centurión JOSEP MIQUEL RAMÓN
Hombre Tercero/Caballo Negreo/Pastor Bobo ANTONIO LOZANO
Elena/Señora GUN-BRIT BARKMIN
Emperador/Prestidigitador ERIN CAVES
Julieta/Niño ISABELLA GAUDÍ
Criado/Enfermero JOSÉ SAN ANTONIO
Dos Estudiantes HAROLD TORRES, ANTONIO MAGNO
Traje de Arlequín y Sombra LEONARDO CREMASCHI
Traje de Pijama y Sombra CARLOS RODAS
Dos Duendes DANIEL KONE, SAMUEL ECHARDOUR
Percusionista Agustín Diassera
Guitarra solista Juan Manuel Cañizares
Klangforum Wien
Coro Titular del Teatro Real de Madrid
Director musical Pablo Heras-Casado
Director del Coro Andrés Máspero
Director de escena Robert Castro
Escenógrafo Alexander Polzin
Figurinista Wojciech Dziedzic
Iluminador Urs Schönebaum
Coreógrafo Darrell Grand Moultrie
Preparación música electrónica Mauro Lanza
Diseño y director de sonido Peter Böhm
Ingeniero de sonido y del sistema Florian Bogner
Supervisora de dicción María José Álvarez
Videoartista Irene Cardona
Encargo y nueva producción del Teatro Real, dedicado a la memoria de Gerard Mortier
Madrid, 9 de marzo de 2014
Bajo el deseo de crear una obra inteligible, las notas compuestas por Mauricio Sotelo encierran un texto ininteligible que se torna más caótico y oscuro a medida que trascurren los minutos, que se hacen eternos, sobre todo en los dos últimos cuadros, donde la atención ha quedado relegada a algún lugar recóndito del pensamiento, porque ya no hay sitio para más. La saturación producida por el surrealismo textual llega a su límite pronto y, a partir de ese momento, transcurre la obra sin más sentido que el de dejar pasar el tiempo. Y sin máscara, como público, tal y como el creador del libreto pide, muestro mi asombro ante la obra que se expone llena de un lenguaje aparentemente sin sentido. Quizá a gusto de muchos de los presentes, pero lejos de satisfacer una parcela estética en la que se conjugan armoniosa o inarmónicamente texto y música.
En un análisis inicial estos elementos caóticos son los que destacan y llaman la atención pero, en un esfuerzo por ir más allá, por intentar captar el sentido último de la creación, desde su origen, debemos remontarnos a los inicios del siglo XX, allá por finales de los años veinte. Es entonces cuando encontramos un Federico García Lorca inmerso en el ambiente intelectual de las primeras décadas, donde las nuevas corrientes literarias y de pensamiento hacen mella en el autor. Y es en El Público, en el texto original, donde el surrealismo se hace presente llevándonos por unos mundos inescrutables de la mente y el sentido. Nos planteamos entonces, casi cien años después, la razón de la producción que nos ocupa. Si tomamos las partes por separado, tenemos el libreto creado para la ocasión por Andrés Ibáñez, pero también en lo musical se han plasmado los gustos de Lorca por el flamenco y el cante jondo que ocuparon un interés principal en parte de su vida y su producción. Y no podemos olvidar el cercano ambiente musical que le rodeó, su contacto con Falla y su deseo de crear una obra en la que se conjugaran letra y música. Y bien, el resultado es una ambición cumplida una centena de años después, en otra realidad social, en una estética diferente, y es aquí donde el espectáculo hace aguas. Todos los elementos mencionados se entremezclan en la obra que nos ocupa, pero la fusión no es más que una suma de las partes sin conseguir un todo unificado y redondo.
La cuestión relacionada con el flamenco queda resuelta y tiene su mayor expresión en las coreografías vistosas de Darrell Grand Moultrie, que se plasman en esos “caballos” presentes durante toda la representación y que fueron uno de los ejes centrales y de mayor disfrute para el espectador. Los cantaores Arcángel y Jesús Méndez muestran también su arte en el escenario, en el que se observa un esfuerzo y gran labor por adecuarse a las exigencias operísticas. Es el caso también de los músicos elegidos para dar ese toque y ese sabor flamenco, con el percusionista Agustín Diassera y la guitarra solista de Juan Manuel Cañizares. Buena también la labor del artista sevillano Rubén Olmo, que deleitó con su arte y su danza. Y después de esta somera descripción de algunos de los elementos participantes en el espectáculo, mi pregunta es la siguiente ¿merece la pena tanto esfuerzo y empeño por lograr esa fusión que, por otro lado, navega sin rumbo por el escenario?:el despliegue de medios humanos y técnicos, porque no debemos olvidar el tratamiento electrónico que se hace de la música, las proyecciones de la videoartista Irene Cardona que acompañan la escena, o la escenografía del afamado Alexander Polzin. Si ya de por sí nos encontramos ante una obra compleja en su esencia, todo lo creado alrededor no hace sino complicar más aún un lenguaje y una estética de una época que por mucho que nos empeñemos en amalgamar en el presente, con medios actuales, e ideas que bien son extravagantes o al menos incomprensibles por parte del director Robert Castro, no se sabe qué es lo que pretenden transmitir en última esencia. A nivel musical, hay que destacar un gran trabajo de Mauricio Sotelo, elaborado con minuciosidad y concienzudamente, teniendo en cuenta todos los factores que rodean el espectáculo, los tipos de voces, el tratamiento de los elementos musicales, el color orquestal, los perfiles melódicos de los cantes antiguos como la seguiriya o la soleá. Pero volvemos a lo mismo, un esfuerzo titánico con momentos brillantes, destacando por ejemplo el final del segundo cuadro pero que visto en su conjunto resulta deshilachado dentro de la concepción general. En cuanto al tratamiento electrónico de la música y la amplificación mediante la proyección en el espacio del teatro mediante la instalación de treinta y cinco altavoces, qué decir!, el sonido era envolvente, lógico, ¿y qué aportó ese ambiente…? Entre los cantantes, se consiguió un buen conjunto de voces masculinas, destacando el barítono José Antonio López, que encabezó el papel protagonista, y supo llevar vocalmente todo el peso que requería su personaje, con una ejecución segura, contundente, apoyada por un color vocal con tintes y matices variables que se adaptaban a sus múltiples transiciones a lo largo del espectáculo. Su partenaire Gonzalo, el joven bajo-barítono austriaco Thomas Tatzl, aunque con menos decisión vocal e interpretativa aun cuando su personaje requería quizá más que la del propio Director (Enrique), resolvió sus difíciles pasajes. Junto a las voces masculinas, las del también barítono español Josep Miquel Ramón y el tenor Antonio Lozano, que se amoldaron bien a los requerimientos vocales de la partitura y del texto. Completó el elenco masculino el tenor estadounidense Erin Caves y convenció menos vocalmente la alemana Gun-Brit Barkman en su interpretación doble de Elena y Señora. Quien sí cantó con verdadero aplomo y una voz igualada en toda su tesitura y con una presencia en escena a tener en cuenta, fue la joven soprano nacida en Barcelona, Isabella Gaudí. Y a todo este despliegue mencionado hasta el momento, hay que añadir la labor de la Klangforum Wien, formada por veinticuatro músicos procedentes de diez países que sonó excelentemente bajo la batuta de Pablo Heras-Casado, y la importante labor del Coro Titular del Teatro Real. Como reflexión final, ¿merece la pena semejante complejidad y gasto de medios técnicos y humanos para lograr un producto que probablemente acabe empolvándose durante los próximos cien años?